Bicentenario del nacimiento de Robert Schumann.

Se cumplen doscientos años del nacimiento del compositor alemán que mejor representa, en su música y en su biografía, el espíritu del Romanticismo.

Robert Schumann (1810-2010) cumple hoy martes, 8 de junio, 200 años. Al público general tal vez no le venga a la memoria, así como así, ninguna melodía suya. Si se pide recordar alguna música del Romanticismo, lo más normal es que venga alguna de Beethoven, de esas que sobrecogen el alma y que no caben en ella, de pura desmesura, o puede que se recuerde alguna melancolía de Chopin, que fluye como un manantial débil bajo un árbol inclinado. Pero ninguno de ellos representa su época como el compositor que cumple ahora estos dos siglos. Porque no es que Schumann fuera romántico: el Romanticismo se llamaba Robert Schumann.

El musicólogo Renato di Benedetto ha dado en la clave en un análisis de Schumann, del que dice que «es el romántico por excelencia, el que compendia de manera ejemplar las mil almas del movimiento, y que se presenta incluso como la personificación de alguno de esos músicos fantásticos que antes que él habían existido sólo en la imaginación de los escritores románticos. Esto es verdad, y lo es hasta tal punto que quien desee trazar una exposición del romanticismo en sus líneas generales y básicas, corre el riesgo de analizar y describir, en realidad, los rasgos de la personalidad de Schumann, tomados como punto de referencia consciente o inconscientemente».

Sin embargo, su figura, apasionante, compleja (como es compleja y apasionante su música), se aleja de cuanto se supone que tiene que ser un compositor de su época. No fue un niño prodigio. Ni siquiera comenzó a estudiar música en su infancia primera, ni vino de una familia de tradición musical. Tampoco fue un gran solista, un virtuoso de prestigio. Tampoco destacó, en un alarde de melena agitada, como director de orquesta. Bueno, al menos sería un buen profesor que dejó discípulos destacados. Tampoco. Ni siquiera luchó por la libertad de ninguna nación como Chopin ni fue un rebelde subversivo como Wagner. Nada de eso. Y para romper con el arquetipo, tampoco la música era su profesión. Y sin embargo, no se puede encarnar mejor el espíritu de esa época de señoritas tísicas y pistoletazos en la sien.

Nacido en Zwickau, Alemania, el 8 de junio de 1810, es el sexto y último hijo de una familia que había perdido a su anterior hija a pocos días de nacer. Esta circunstancia, similar a la de Dalí con su hermano homónimo, puede estar, a decir de psicoanalistas como Peter Ostwald que se han ocupado con perspicacia y saña de nuestro compositor, en la raíz de la sensación de desdoblamiento, próxima a la esquizofrenia, que experimentó nuestro personaje. Al fin y al cabo, él venía a estar viviendo dos vidas, la suya propia y la que debía haberle correspondido a su hermana Laura (esta escisión, con dos personalidades correspondientes a dos sexos, puede explicar la hipotética, pero muy posible, fase de bisexualidad que vivió en su juventud). En todo caso, de su padre, August Schumann, proveniente de una familia muy pobre, aprendió el amor por la literatura y la capacidad para enfrentar empresas imposibles: August Schumann, para conseguir casarse con su esposa, de clase algo superior a la suya, dedicó año y medio a escribir ocho libros sobre diversos temas. Con los mil táleros que ganó, alcanzó la respetabilidad debida. Capaz de escribir lo mismo la novela gótica “Salomón el Sabio y su criado Marcolfo” que el útil “Libro de direcciones de la Alta Sajonia”, devino en traductor y editor, para provecho del niño Robert, encantado con su polimorfo y fantasioso progenitor.

Aunque había tomado algunas clases de música, como era habitual en cualquier niño de su condición, no fue hasta los nueve años cuando surgió la promesa, la ensoñación, de la música. Un concierto del pianista Ignaz Moscheles le hizo fijarse como meta vital ser un virtuoso del piano, pero no se dedicó especialmente a ello. Tenía una gran facilidad, y hasta se llegó a pedir a Weber que fuera su profesor, pero se limitó a ser un meritorio aficionado con más voluntad que acierto. En 1826 hubo otra muerte de una hermana (por suicidio causado por una soriasis especialmente molesta: se desconoce si fue por ahogamiento o arrojándose desde un edificio alto: a partir de este momento, Schumann tomará aversión a estar en edificios altos, y cuando decida intentar el suicidio, ya la madurez, optará por el agua. Para enturbiar más esta relación entre hermanos, se ha hablado de una pulsión incestuosa combinada con un elemento edípico). También entonces muere su padre, y al joven se le ofrece un fondo de diez mil táleros creado por el difunto para que siguiera estudios universitarios: las opciones son jurisprudencia, medicina o teología. Sin gustarle ninguna disciplina, opta por las leyes. Es para entonces un verborreico muchacho, enamoradizo, borrachín y adicto al tabaco. También lleva un diario, en el que habla con naturalidad de «juegos de dedos bajo las faldas» y «sonrientes prostitutas».

Estudia leyes y aprende, de forma casi autodidacta, piano. Quisiera ser un músico, pero es un mero estudiante de Derecho que escribe que «cuando estoy borracho o vomito, enseguida o días después mi imaginación es más ligera y elevada», «los cigarros fuertes me elevan y me hacen poético», «el café negro también me emborracha» y que hace alusiones a «las prostitutas, los abrazos, el placer voluptuoso» y una «noche voluptuosa con sueños griegos». También es un lector voraz, que ama la poesía de Heine (a quien llega a visitar en Munich) pero, sobre todo, de Jean Paul, autor de novelas sentimentales de gran éxito. Es tal su sintonía con el gusto de su época, su capacidad para moverse no dentro de cada arte sino para bucear en el espíritu general, que escribirá que ha aprendido más contrapunto leyendo a Jean Paul que en las clases de música y que cuando terminó de leer “Juventud’” la novela autobiográfica de éste, se sorprendió «porque el final me parecía semejante a un nuevo principio: casi inconscientemente me acerqué al piano y así, uno detrás de otro, fueron apareciendo los «Papillons»».

Con una capacidad de inventiva rápida e instantánea, Schumann lo mismo compondrá de corrido las “Papillons‘” serie de piezas para piano, que desarrollaba cadencias para violín o componía canciones (preferentemente sobre textos de Heine). Pero todavía no es el momento. A los diecinueve años sigue siendo un aspirante a leguleyo, un estudiante que ha paseado por Italia entre borracheras y fiestas pero a la vez tiene el tormento de la música. Tal vez esa vida de disipación seguida de solemnidad no sea la vida que le corresponde. Y el 30 de julio de 1830 escribe la carta que sellará su destino. Comienza de forma magistral (Schumann será siempre un magnífico escritor): «Hola, mamá: ¿Cómo describirte mi felicidad en este instante? El alcohol se quema y arde bajo la cafetera, el cielo es tan puro y tan dorado que dan ganas de abrazarlo, el espíritu de la mañana me refresca y me da lucidez. Por si fuera poco, tengo a mi lado tu carta, tesoro de sentimiento, de inteligencia y de virtud. Incluso mi cigarro tiene un excelente sabor. En pocas palabras: a esta hora el mundo le parece muy hermoso al hombre acostumbrado a levantarse con el día. Sin embargo, el resplandor del sol y el azul del cielo no son suficientes para mi vida presente». En el resto de la carta, le propone dejar sus estudios para ser sólo un músico. «La cuestión es elegir una cosa u otra. Porque un solo fin debe bastar para hacer de la vida algo grande y justo». La decisión final, tras consultas, llega. Y con ella, la genialidad, la insatisfacción y el amor.

El plan es convertirse en un pianista de primera calidad en tres años. Su profesor, Friedrich Wieck, un déspota con talento, le guía, le tolera, le maneja. A cambio, Schumann tiene amoríos con otra pupila, tal vez criada, de Wieck (a resultas de la cual contraerá una enfermedad venérea, tal vez sífilis) y admira a la hija de once años de su maestro, Clara, que es ya la pianista más importante de Alemania. A cambio del inminente fracaso al teclado, su prosa se hace cada vez más imaginativa. Escribe críticas musicales en las que se desdobla en dos personajes, el impetuoso y extravagante Florestán y el meditativo Eusebius. Uno u otro se expresan en primera persona, y disputan, en las páginas de la “Allgemeine Musikalische Zeitung”. Ambos son Schumann puro, que incluso llega a escribirse cartas a sí mismo. No está loco. Pero todo se andará. En 1831 escribe sus primeras piezas (las Papillons’ son su opus 2), a la vez que, de puro imaginativo, se mete a inventor. Su artilugio se llama “Caja de cigarros”, y es un aparato metálico destinado a favorecer la agilidad de sus dedos. El pavoroso resultado es que le queda inutilizada la mano derecha. Tampoco había avanzado mucho ni llevaba trazas de conseguir su objetivo. No se perdió un gran pianista. Pero surgió el genio, al dedicarse con mayor rigor, ya sin tentaciones de divismo, a la composición. Y a la seducción de Clara Wieck. El retrato de Clara, en una carta posterior de Schumann, es encantador y vivaz: «Tú eras entonces una niña pretenciosa, obstinada, con malas ideas y un par de bonitos ojos, y lo que más te gustaba eran las cerezas». El juego de palabras y miraditas se va encadenando lentamente, mientras Robert pudo haber pasado por un enamoramiento inconveniente de una cuñada que muere de forma prematura y una relación homosexual con un pianista menos torpe y también muerto inmediatamente.

En 1834, Schumann crea una revista de música de breve vida y a finales de año saca la “Neue Zeitscrift für Musik” (Nueva Revista de Música), a la que se dedicará durante diez años en calidad de editor, director y crítico musical, encargándose de casi todos los contenidos. Este desdoblamiento de puntos de vista, con Florestán y Eusebius en danza, es otro indicio del malestar que terminará estallando en sus años finales, llegando a inventar en sus páginas una inexistente “Liga de los hermanos de David” constituida por los artistas enfrentados al Goliat de las convenciones. A partir de 1835 el romance secreto con Clara se acelera, y el señor Wieck, ante el propósito matrimonial de la pareja, lleva a tribunales a Schumann, que pretende arrebatarle su gallina concertista de los huevos y dedos de oro. Ganado el proceso, se casan en 1840. A partir de este momento, mientras Clara da conciertos triunfales por toda Europa y a la vez gesta y cría a los ocho hijos que tendrá la pareja, Schumann compone con una abundancia y facilidad que a él mismo sorprende.

La complicidad con Clara es absoluta, y los domingos durante el desayuno leen en voz alta el diario compartido que ambos escriben y que les sirve para acompasar su visión de la vida. Clara es la mejor pianista del siglo, y Robert un genio de la composición que fracasa como director de orquesta y que como profesor en Leipzig aburre a sus alumnos. No importa. Robert es feliz, un entregado y cariñoso padre que no envidia los éxitos de Clara. Pero en el camino ha habido crisis nerviosas, lo que Peter Ostwald llama ataques psicóticos.

El 14 de febrero de 1854 un amigo escribe en su diario: «Schumann habló hoy de un extraño fenómeno que lleva notando varios días. Y es esto: ¡la percepción interior de piezas musicales maravillosas, perfectas en la forma!» El día 26, angustiado por estas alucinaciones auditivas, pide ser llevado a un hospital. El 27 se arrojó al Rin. El 4 de marzo será ingresado en un sanatorio psiquiátrico en el que morirá el 29 de julio de 1856. Entre sus visitas más fieles, Clara acompañada del joven Johannes Brahms, al que un libelo posterior llegará a adjudicar la paternidad del último hijo de la pareja. Infamia sin sentido. Clara le sobreviviría cuarenta años, consagrados a dar a conocer la obra de su esposo, y el romanticismo maduro y pleno de Brahms perdurará en la obra de Brahms.

Texto: Las vidas de Robert Schumann. Mario Virgilio Montañez. Diario Sur. 05.06. 2010.



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